La respuesta rápida es
por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me
preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y
aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia.
Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a
vivir a Argentina ahora mismo, yo me divorciaría y me quedaría acá por lo menos
hasta la final de la Champions. Y es que nunca se vio algo parecido adentro de
una cancha de fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más.
Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto
la misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco para el Barça en
Champions y dos para el Barça en Liga. Diez goles en tres partidos de tres competiciones
diferentes.
La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un
rato, la crisis económica no es el tema de inicio en los noticieros. Internet
explota. Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una
teoría extraña, muy difícil de explicar. Justamente por eso intentaré
escribirla, a ver si termino de darle vuelo.
Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles
de Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en mitad del cierre de la
revista número seis. No debería estar haciendo esto.
No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro
libre directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos en la
pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello
que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor
contrario.
Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de
obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y agarrones traicioneros;
nunca las había visto a todas juntas. Él va con la pelota y recibe un guadañazo
en la tibia, pero sigue. Le pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo
agarran de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.
Me quedé, de repente, atónito, porque algo me
resultaba familiar en esas imágenes. Puse cada fragmento en cámara lenta y
entendí que los ojos de Messi están siempre concentrados en la pelota, pero no
en el fútbol ni en el contexto.
El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara
por la que, muchas veces, caer al suelo es asegurar un penal, o conseguir que
se amoneste al zaguero contrario es propicio para futuros contragolpes. En
estos fragmentos, Messi parece no entender nada sobre el fútbol ni sobre la
oportunidad.
Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea
la pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte ni el resultado
ni la legislación. Hay que mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone
estrábicos, como si le costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo
pierde de vista ni aunque lo apuñalen.
¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me
resultaba conocido ese gesto de introspección desmedida. Dejé el video en
pausa. Hice zoom en sus ojos. Y entonces lo recordé: eran los ojos de Totín
cuando perdía la razón por la esponja.
Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín.
Nada lo conmovía. No era un perro inteligente. Entraban ladrones y él los
miraba llevarse el televisor. Sonaba el timbre y no parecía oírlo. Yo vomitaba
y él no venía a lamer.
Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo
mismo) agarraba una esponja —una determinada esponja amarilla de lavar los
platos— Totín enloquecía. Quería esa esponja más que nada en el mundo, moría
por llevarse ese rectángulo amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi mano
derecha y él la enfocaba. Yo la movía de un lado a otro y él nunca dejaba de
mirarla. No podía dejar de mirarla.
No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el
cogote de Totín se trasladaba idéntico por el aire. Sus ojos se volvían
japoneses, atentos, intelectuales. Como los ojos de Messi, que dejan de ser los
de un preadolescente atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten
en la mirada escrutadora de Sherlock Holmes.
Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es
un perro. O un hombre perro. Esa es mi teoría, lamento que hayan llegado hasta
acá con mejores expectativas. Messi es el primer perro que juega al fútbol.
Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas. Los
perros no fingen zancadillas cuando ven venir un Citroën, no se quejan con el
árbitro cuando se les escapa un gato por la medianera, no buscan que le saquen
doble amarilla al sodero. En los inicios del fútbol los humanos también eran
así. Iban detrás de la pelota y nada más: no existían las tarjetas de colores,
ni la posición adelantada, ni la suspensión después de cinco amarillas, ni los
goles de visitante valían doble. Antes se jugaba como juegan Messi y Totín.
Después el fútbol se volvió muy raro.
Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece
interesarle más la burocracia del deporte, sus leyes. Después de un partido
importante, se habla una semana entera de legislación.
¿Se hizo amonestar Juan exprofeso para saltarse el
siguiente partido y jugar el clásico? ¿Fingió realmente Pedro la falta dentro
del área? ¿Dejarán jugar a Pancho acogiéndose a la cláusula 208 que indica que
Ernesto está jugando el Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar demasiado el
césped para que los visitantes patinen y se rompan el cráneo? ¿Desaparecieron
los recogepelotas cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer
cuando se puso dos a dos? ¿Apelará el club la doble amarilla de Paco en el
Tribunal Deportivo?
¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que
perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a causa de la
pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?
No señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la
prensa deportiva, no entienden si un partido es amistoso e intrascendente o una
final de copa. Los perros quieren llevarse siempre la esponja a la cucha,
aunque estén muertos de sueño o los estén matando las garrapatas.
Messi es un perro. Bate records de otras épocas porque
solo hasta los años cincuenta jugaron al fútbol los hombres perro. Después la
FIFA nos invitó a todos a hablar de leyes y de artículos, y nos olvidamos que
lo importante era la esponja.
Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su
día un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la historia del hombre. Esta
vez ha sido un chico rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para
decir dos frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo
relacionado con la picaresca humana. Pero con un talento asombroso para
mantener en su poder algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red
al final de una llanura verde.
Si lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera
blanca a los tres palos todo el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez. Guardiola
dijo, después de los cinco goles en un solo partido:
—El día que él quiera hará seis.
No fue un elogio, fue la expresión objetiva del
síntoma. Lionel Messi es un enfermo. Es una enfermedad rara que me emociona,
porque yo amaba a Totín y ahora él es el último hombre perro. Y es por
constatar en detalle esa enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que
sigo en Barcelona aunque prefiera vivir en otra parte.
Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou
y de pronto veo el fulgor del pasto iluminado, en ese momento que siempre nos
recuerda a la infancia, digo lo mismo para mis adentros: hay que tener mucha
suerte, Jorge, para que te guste mucho un deporte y te toque ser contemporáneo
de su mejor versión, y, trascartón, que la cancha te quede tan cerca.
Disfruto esta doble fortuna. La atesoro, tengo
nostalgia del presente cada vez que juega Messi. Soy hincha fanático de este
lugar en el mundo y de este tiempo histórico. Porque, me parece a mí, en el
Juicio Final estaremos todos los humanos que han sido y seremos, y se formará
un corro para hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Amsterdam en el 73,
otro dirá: yo era arquitecto en São Paulo en el 62, y otro: yo ya era
adolescente en Nápoles en el 87, y mi padre dirá: yo viajé a Montevideo en el
67, y uno más atrás: yo escuché el silencio del Maracaná en el 50.
Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas
horas. Y cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie y diré despacio:
yo vivía en Barcelona en los tiempos del hombre perro. Y no volará una mosca.
Se hará silencio. Todos los demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios, vestido
de Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito, estás salvado. Todos los
demás, a las duchas.
HERNAN CASCIARI,
LUNES 11 DE JUNIO, 2012
Buenísimo! me ha enganchado! Gracias David!
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